
La Operación Martillo de Medianoche, en la que Washington arrojó una docena de bombas de 14 toneladas sobre las instalaciones nucleares subterráneas de Fordo y lanzó misiles desde submarinos contra los complejos de Natanz e Isfahán, abre la puerta a múltiples escenarios: desde una posible desescalada provocada por el debilitamiento de Irán, hasta una espiral de violencia con repercusiones no solo en Oriente Medio, sino también en la política interna de Estados Unidos.
En el lado optimista de este espectro de posibilidades, hay que recalcar que Estados Unidos está retratando estos bombardeos como una acción puntual encaminada a aniquilar, o por lo menos reducir, las ambiciones nucleares iraníes. El secretario de Defensa, Pete Hegseth, ha dejado claro que la Casa Blanca no busca un “cambio de régimen”: una gran diferencia con las guerras de Irak y Afganistán, que duraron 20 años e incluyeron cientos de miles de soldados sobre el terreno.
Estos objetivos aparentemente limitados podrían hacer que los iraníes se lo piensen dos veces antes de responder a EEUU con la fuerza. Si la Administración Trump no tiene interés en continuar golpeando Irán, ¿por qué darles una razón para lanzar más ataques y agravar aún más la escalada bélica?
“No queremos una guerra con Irán, queremos la paz”, declaró este domingo por la mañana en el canal MSNBC el vicepresidente de EEUU, JD Vance. “Pero queremos la paz en el contexto de que ellos no tengan un programa de armas nucleares. Eso es exactamente lo que el presidente consiguió anoche”, agregó.
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Mónica Redondo
La retórica oficial estadounidense mimetiza la de los israelíes: la idea de que se trata de una guerra preventiva para evitar que los iraníes se hagan con la bomba. Sin embargo, las propias agencias de inteligencia estadounidenses habían estimado que Teherán no estaba trabajando para conseguir el arma, contradiciendo una afirmación que los halcones de Israel y EEUU llevan repitiendo desde hace 30 años.
Elevando un poco la gravedad, Irán podría responder a la agresión de Estados Unidos de varias maneras. La más evidente, atacando la presencia militar norteamericana en Oriente Medio. Los estadounidenses tienen más de 40.000 militares en 19 bases en la región, desde Turquía a Omán. Ocho de ellas permanentes. La más grande es la de Al Udeid, en Catar, con 10.000 efectivos.
Desde que Hamás lanzó su campaña de asesinatos y secuestros el 7 de octubre de 2023, las bases americanas en Irak, Siria y Jordania han sido atacadas en 180 ocasiones, según la contabilidad de Foundation for Defense of Democracies. La mayoría, sin embargo, fueron bombardeos poco sofisticados de pequeñas milicias que apenas dejaron algunos soldados heridos.
Si Irán quisiera salvar su honor militar sin provocar una respuesta dura de EEUU, podría hacer algo parecido, lanzando una operación limitada y telegrafiada que no dejara víctimas estadounidenses. También podría lanzar nubes de misiles y drones, como hace contra Israel, para causar más daños a los norteamericanos.
Otra posible respuesta de Irán es cerrar, o minar, el estratégico Estrecho de Ormuz, el cuello de botella por donde pasa en torno al 20% del petróleo que se consume diariamente en todo el mundo. Aunque la mayor parte del crudo que discurre por aquí va destinado a los países asiáticos, un cierre del estrecho podría apretar los mercados, disparar los precios energéticos y causar una recesión global. JPMorgan Chase estima que el precio del barril de petróleo podría alcanzar los 130 dólares.
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Argemino Barro. Nueva York
Una tercera opción que tendrían los iraníes resulta mucho más difícil de medir, pero sigue estando en el radar de los expertos en seguridad nacional: la posibilidad de que activen células terroristas en suelo occidental, incluido el de EEUU.
La Casa Blanca calificó a Irán de “Estado patrocinador del terrorismo” en 1984 y Donald Trump ha reiterado esta etiqueta numerosas veces; la última, en su discurso del sábado por la noche. Aunque se trata de una denominación, también, de tintes propagandísticos, está comprobado que Irán ha apoyado o cultivado desde hace décadas una red de grupos islamistas en los países de la región, implicados en los conflictos de Líbano, Iraq, Siria y Yemen.
El National Terrorism Advisory System (NTAS), un órgano del Departamento de Seguridad Nacional que evalúa la amenaza terrorista desde 2011, declaró que EEUU tiene ahora un “entorno de amenazas elevadas” como consecuencia de los bombardeos, según CBS. Recuerda que, desde 2020, el Gobierno federal “ha abortado múltiples conjuras potencialmente letales apoyadas por Irán en EEUU”. Y advierte de que “el actual conflicto entre Israel e Irán también podría motivar a los extremistas violentos y a los autores de crímenes de odio a atacar objetivos”.
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Ryma Sheermohammadi*
Una circunstancia a destacar es que Donald Trump ha reorganizado las prioridades de los servicios de seguridad para centrarse en las detenciones y deportaciones de inmigrantes indocumentados. Con la policía migratoria, ICE, como punta de lanza, varias agencias se han sumado al esfuerzo: agentes del FBI, del Departamento de Transporte, de Hacienda o del Pentágono, que procura aviones para las deportaciones; además, 600 departamentos locales de policía colaboran de forma activa.
Los recursos de seguridad de Estados Unidos no son ilimitados, y no ha pasado desapercibido el siguiente dilema: cuantos más músculo y atención se dediquen a las deportaciones, menos músculo y atención se dedicarán a otros frentes. Entre ellos, el frente de la lucha antiterrorista.
En este escenario de posibles atentados en suelo estadounidense entra en juego un factor decisivo: la respuesta de Donald Trump. Como escribía Robert Kagan en The Atlantic un día antes de los bombardeos ordenados por la Casa Blanca: “Estados Unidos está claramente encaminado hacia la dictadura. Imaginen lo que podría hacer Trump en un estado de guerra”.
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L. Proto
Aunque muchos medios estadounidenses sigan tratando a la Administración Trump como si fuera la de un presidente conservador al uso, usando eufemismos como “expansión del poder ejecutivo” o “nuevo concepto de la presidencia”, los hechos indican que Trump quiere convertirse en dictador. Entre muchas, muchas otras acciones, el presidente ha desobedecido órdenes judiciales, está gobernando por decreto (récord histórico de órdenes ejecutivas), ha purgado y fidelizado los cuerpos de seguridad del Estado, extorsionado a las universidades, medios de comunicación y despachos de abogados, e iniciado investigaciones contra sus críticos.
Su Gobierno ha desaparecido en un gulag salvadoreño a 238 personas, la inmensa mayoría sin antecedentes penales, y ha expresado el deseo de hacerle lo mismo a ciudadanos estadounidenses. Sin razones válidas, Trump ha desplegado a los marines, una fuerza letal entrenada para la guerra, en las calles de Los Ángeles, está lanzando redadas migratorias al azar en lugares públicos, sembrando el terror en ciudades demócratas propensas a las protestas y ha utilizado las Fuerzas Armadas como prolongación de su poder personal, atacando a los medios y a los opositores con soldados uniformados (previo filtro ideológico) jaleándolo de fondo y ordenado un desfile militar por el centro de Washington el día de su cumpleaños.
La arbitrariedad está socavando el imperio de la ley en Estados Unidos, como reflejan las detenciones de estudiantes por sus opiniones políticas y el abuso, con detenciones en ocasiones violentas, de un senador, un alcalde, una representante, un controlador financiero y una jueza. Con estos mimbres, un posible estado de guerra, como advierte Kagan, podría acelerar esta deriva autoritaria en EEUU.
La historia de este país tiene multitud de antecedentes. Durante la Primera Guerra Mundial, la Administración Wilson procesó y encarceló al pacifista Eugene Debs acogiéndose a la recién aprobada Ley de Espionaje de 1917. En la Segunda Guerra Mundial, el presidente Franklin D. Roosevelt metió a cerca de 120.000 personas de etnia japonesa en campos de internamiento, dos terceras partes de las cuales eran ciudadanos estadounidenses. Las guerras de Irak y Afganistán vinieron acompañadas del Patriot Act, que reforzó los poderes ejecutivos para espiar a los ciudadanos, y de una red de cárceles secretas donde no existían los derechos fundamentales y se practicaba la tortura. La prisión ilegal de Guantánamo se creó en 2002.
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Javier Martínez R. Datos: Borja F. Sebastián
Todo va a depender de la respuesta de Irán y de los objetivos que se fijen Estados Unidos e Israel para considerarse satisfechos. También está el elemento de la fractura entre los intervencionistas y los aislacionistas del Partido Republicano. Los primeros parecen evocar los días de gloria de 2003, cuando el presidente George Bush declaró “misión cumplida” a bordo de un portaaviones, sin saber o sin reconocer que a su guerra le quedaban 20 años.
Los segundos fueron muy duros en sus críticas a Trump antes del ataque. Este domingo algunos, como los representantes Thomas Massie y Marjorie Taylor Greene, reconocían su decepción con este aparente retorno del neoconservadurismo. Pero los más fieles, como el jefe de las juventudes trumpianas, Charlie Kirk, elogiaban los instintos infalibles del líder, que ayer tenía “el peso del mundo sobre sus hombros”.