Desde Venecia con amor y pasta, por John Carlin


Observando desde una saludable distancia los fastos nupciales de Jeff Bezos en Venecia me viene a la mente una boda hace varios años en la ciudad segregada de Soweto (Sudáfrica), en tiempos del apartheid. Yo fui –como Kim Kardashian o Leonardo DiCaprio en la de Bezos– uno de los invitados de honor.

Hubo cierta diferencia entre una boda y la otra. Por ejemplo, los amigos de Bezos y su amada, Lauren Sánchez, llegaron en 90 jets privados. Los amigos del novio y la novia en Soweto llegaron a pie o en autobús o, en mi caso, en un lujoso Volkswagen Golf. Lo que tuvieron en común fue lo que muchas bodas tienen en común: fueron una celebración del amor, pero, ante todo, una oportunidad para la pareja y sus familiares de exhibir su éxito material ante la sociedad. El objetivo más deseado: provocar envidia.

Confieso que contribuí a la causa. Fue el novio el que me invitó. Se llamaba Mandla Mthembu y fue mi empleado, mi mano derecha, durante los seis años que estuve de corresponsal en Sudáfrica en los años noventa. Mandla era un ex preso político, un luchador por la libertad de origen zulú que había pasado siete años en la misma cárcel isleña (Robben Island) que Nelson Mandela. Pero su idealismo no impedía que tuviese aspiraciones burguesas. Me pidió, me rogó, que le regalase para la bo- da unos zapatos de piel de cocodrilo.

Me pareció un capricho absurdo, ya que con el dinero que los zapatos costarían podría haber tenido el depósito para comprarse una casa, pero me rendí, entre otras cosas porque una vez Mandla me salvó la vida. Si no fuera por él, yo no estaría aquí contando mis historias. Se me recordaría como un joven periodista que fue a la tumba hecho picadillo por los machetazos de una horda convencida de que yo era un agente de la policía secreta. Mandla les convenció de que no.

La Comedia Humana

 

Oriol Malet

Bueno, digo “un capricho absurdo”, y lo mismo podría decir del bodorrio de Bezos, pero la verdad es que en ambos casos lograron su principal propósito: presumir. Aunque Bezos gastó solo una proporción ridícula de su fortuna en la fiesta veneciana (unos miserables 50 millones de dólares, dicen) y Mandla y los padres de la novia se quedaron endeudados durante años, el dueño de Amazon tenía una presión adicional de la que mi amigo zulú se libró. Es que para los megarricos hoy en día –los estadounidenses, digo– el dinero es solo parte de la ecuación. Igual de importante, o más, es ser famosos. Muy famosos.

Hay ricos, como algunos que conozco aquí en Europa, que valoran enorme­mente su privacidad. Son discretos por dos motivos, creo. No llaman la atención, sino todo lo contrario, en parte por una cuestión de buen gusto, en parte porque cargan en la memoria histórica imágenes de María Antonieta y familiares arrodillados bajo la guillotina ante el júbilo vengador de los plebeyos de París.

Jeff Bezos tuvo 200 invitados a su boda, elegidos no por amistad sino por su fama

En Estados Unidos existe un consenso de que el dinero es lo más importante en la vida y no hay vergüenza alguna en proclamarlo por todo lo alto. Por eso Jeff y Lauren eligieron como destino de su boda el parque temático más celebrado del mundo. Por eso hubo 200 invitados, la gran mayoría de ellos seleccionados no por su amistad con la feliz pareja sino por su fama como actores, empresarios o influencers de primera línea. Cobertura mundial en todos los medios, requetegarantizada.

Por las dudas, se esmeraron en transmitir imágenes de la boda en Instagram, cosa que les rebaja al nivel de aquella gran parte de la humanidad que se guía en todo por el principio de “Estoy en Instagram, luego existo”. No tengo cifras, pero sospecho que el evento batió récords.

Con todo, sin embargo, no envidio a Jeff Bezos. Más bien me da pena. Y no lo digo solo porque se vea en la obligación, hasta que la muerte o el divorcio lo separe, de compartir el lecho matrimonial con una Barbie neumática cuyos labios, pechos y culo han sido fabricados con bótox o silicona. No. Eso no es lo más triste del caso. Me explico.

Esta clase de gente es, hasta extremos casi psicóticos, competitiva. ¿Por qué insistir en ganar tanto dinero, infinitamente más de lo necesario para disfrutar de una calidad de vida que sería la envidia de un emperador, si no es para poder demostrar que tienes más –que eres más– que
tus rivales en la jungla tropical (o amazónica) de los ultrarricos?


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John Carlin

LA COMÈDIA HUMANA

Esto es lo único que sigue motivando a Bezos a estas alturas del campeonato, pero la pena, la tragedia, la insufrible realidad de la que no se puede esconder es el saber que nunca, nunca conquistará la liga. Nunca, nunca podrá competir con el hombre más célebre del mundo, más incluso que Leo Messi. Nunca llegará ni de cerca a emanar el resplandor del rey sol de nuestros tiempos, aquel en cuya sombra vivimos todos, Bezos y selecta compañía no excluidos.

Donald Trump es más famoso cada hora del día, todos los días, que Jeff Bezos hoy, ahora, en este su más glorioso fin de semana, pese a todo el esfuerzo que ha hecho para lograrlo. Un post de Trump en su red privada, Truth Social, genera más atención, por más banal que el contenido sea, que la fiesta faraónica de Venecia. Sí, ya. Oigo a alguien decir que Bezos tiene una fortuna mucho mayor que la de Trump. Es verdad. Quizá su cuenta bancaria contenga cincuenta veces más pasta. Pero escuchen lo que dijo el que fue en su día el hombre más pudiente de Roma, Marco Licinio Craso: “No puedes decir que eres realmente rico si no posees un ejército”.

Trump es más famoso que el dueño de Amazon; su fortuna es menor, pero tiene un ejército

Exacto. Craso tenía su propio ejército. Lo utilizó en el año 71 a.C. para suprimir la revuelta de Espartaco y los demás esclavos. Trump tiene un ejército al lado del cual el de Craso es un escuálido pelotón de infantería. Y, como nos demuestra, puede hacer lo que quiera con él, cuando quiera. Ve que hay una revuelta de esclavos (perdón, de inmigrantes mexicanos) en California, y manda a los marines. Detecta una oportunidad para plasmar su dominio sobre las mentes y los corazones de la especie humana, y manda sus aviones de guerra a bombardear una montaña en Irán. Mañana, si así lo desea, puede invadir Groenlandia, Toronto o México DF, o Madrid. Sumamos su arsenal nuclear y tiene el poder de vida o muerte sobre el mismísimo planeta Tierra. Lo siento, Mister Bezos. Comparado con eso usted no tiene nada de que presumir, pobre, y todo, todo que envidiar.





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